domingo, agosto 04, 2013

Kant

No sabemos absolutamente nada, lo advertí ese día como por conspiración cósmica. Había estado llorando sin consuelo, y él, como siempre estaba a mi lado, sin advertir nada, ni dar señal alguna de entendimiento.
Por mi naturaleza frágil y enfermiza había sido obligado a estar casi siempre en casa. "En tiempos de guerra nadie podía salir ni siquiera a recoger la correspondencia" repetía Ana cada vez que yo hacía la fastidiosa pregunta. Mis familiares habían llegado un extremo en que no le tenían permitido hablarme.
Sentado observando la sofocante habitación extrañaba cosas que jamás había tenido, y aferrarme a ellas era uno de mis pocos pasatiempos en aquellos días, además de él, por supuesto.
Mi hermano, Dave, siempre había tenido más libertades que yo y, ¡maldita sea!, eso me exasperaba intensamente. Yo parecía una bestia de cuidado encerrada en la polvorienta habitación del tercer piso. Odiaba esa estúpida habitación de papel tapiz carmesí y muebles color miel, el estante de libros antiquísimo cuyo olor me llenaba los pulmones de las putrefactas condecoraciones militares, de veinte generaciones atrás, que se hallaban en él. Las aborrecía profundamente y había intentado que las botaran en numeras ocasiones, como si no supiera que era inútil. Inútil porque les recordaban a la guerra, lo único que les quedaba de su, muy venido a menos, orgullo familiar.
Haciendo memoria, creo que no recuerdo cuando llegó Kant a casa, debió ser un día lúgubre, como él mismo.
Kant era un pequeño conejo blanco con leves manchas en su pelaje que Lorenzo, un visitante que había llegado a hospedarse unos días en nuestra casa, había traído consigo desde Italia.
Y a decir verdad Lorenzo nunca se fue, y Kant tampoco. Aunque murió a los pocos meses por no se cuál ataque esquizofrénico de cierta persona, el maldito conejo siguió en casa como una tenebrosa deformación en el alma de aquel que osó matarlo. De hecho, podría afirmar que, efecto raro para tratarse de una despreciable bestia, desde que había muerto todo en la casa estaba o parecía estar muerto. Y he de aclarar que antes del accidente no había visto ni oído hablar del animal, pero luego de su muerte se presentaba ante mí tan claramente que en verdad creía que se trataba de una imagen real, así que pregunté y me enteré gracias a Anna de lo anteriormente contado.
Pero Kant estaba más que olvidado y yo cada vez más confinado en mi habitación por orden patriarcal. Mas el encierro no era ya tortuoso como antes, pues Kant sabía proporcionarme un más que aceptable pasatiempo.
Una tarde, de aquellas largas al lado del torpe conejo, se cayó uno de los libros de estante e hizo un escándalo tal para Kant que el occiso salió corriendo, y yo, naturalmente, lo seguí con obstinación a pesar de la norma que me ataba a esa habitación. Y entonces me dí cuenta. Ahí estaba el tonto conejo y el relámpago de emociones humanas de las que me había privado mi encierro también estaba allí. Y salí de la espesa oscuridad.
Me asomé por la puerta entreabierta de una habitación desconocida. Estaba allí, yo, junto a unas cuantas personas más; yacía como abyecto. Y el aciago dolor que había en los ojos hinchados de mamá no lograba enternecerme. Ni siquiera sabía cómo era que me estaba viendo.
El tío Hugh contaba una historia endemoniadamente extraña. No para mi, pues yo nada podía sentir al respecto, pero si para los que le escuchaban en ese momento, sus rostros tersos ante la desolación del momento, sus miradas nubladas por la bruma que lo dominaba todo. Alguien si había muerto en el accidente del conejo, y sí, el ambiente se había tornado tenebroso y yerto, pero se necesitaba más que un conejo para conmoverlos, en ese punto ya no me sentía capaz de explicar que sucedía con todos.
Yo, ausente de lo que sucedía, en medio de la habitación, y ajeno al sopor pesado que soplaba dentro. Si, estaba muerto...¿Pero cómo? No lo recordaba, simplemente no había estado allí.
Hugh continuaba contando la trágica historia y yo captaba palabras sueltas. ¿Por qué? Yo no era un conejo que había 'saltado por la ventana'. No recordaba ni recuerdo aún nada. Ahora estoy aquí, colgado del espantoso péndulo de la existencia sin existencia, ausente como siempre. Eximido de todo. Y el conejo les recuerda a mi aliento enrarecido, allí en mitad de la habitación. ¿Como podía mi mente jugar conmigo de tal manera? ¿Como podía confundir mi propia muerte con la de un conejo? Concluyo que tal vez me había muerto hace tiempo pero, allí encerrado, ¿Cómo iba a saberlo?

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