Mi gusto por aquellos libros que no son tan renombrados en autores cuyas obras principales han sido tan aclamadas es palpable. Están Faulkner y ¡Absalón, Absalón!, Bukowski con su Pulp y Kafka y El Castillo. No puedo explicarme porqué, pero a veces logro identificarme más con obras, no más pequeñas, pero por lo menos sí más modestas en cuanto a ambición y envergadura de las mismas. Tal vez por eso aún persisto en mi dura batalla contra La Peste o El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, que son libros a los que venceré algún día pero que me resultan difíciles, demasiado totalizadores de un sentimiento, quizá.
Así pues, Netochka Nezvanova es ligero, ágil, hermoso, vivaz incluso. Y esas obras sencillas pero sustanciales he tratado de no pasarlas por alto, porque siempre me encuentro con alguna sorpresa. Hay libros a los que no puedes rechazar bajo los argumentos de otros, porque son personales y precisos. Y con Netochka Nezvanova hubo una chispa de reconocimiento entre un conjunto de situaciones del libro y cierta concepción premeditada que tenía yo de la sociedad en ese entonces. Y el padrastro fracasado y tiránico sirve para expresar muy bien esa concepción. En esa época, yo tendría a lo sumo 11 años, pensaba mucho en cómo estaba organizado el mundo, y la injusticia de la obra llegaba a conmoverme de un modo extraño.
Yo no era la persona indiferente que soy ahora, claro, y el libro dejaba un par de preguntas tintineantes en mi cerebro. Y para una persona de esa edad esas preguntas adquieren cierta importancia. Yo no solía leer literatura, y en realidad nunca me ha interesado la literatura más que para hacerme preguntas acerca de ella. Y el librito me enganchó, de alguna manera, al pensamiento. Claro, yo solía pensar, pero aquel era ahora un pensamiento algo más elaborado. El prólogo de un mal libro de Sigmund Freud, 'El malestar en la cultura', y esta obrita de Dostoievski a la que le he cogido tanta admiración me daban algo en qué ocupar la mente.
Y así es como nace un vicio, el de volver constantemente sobre las palabras, sobre los hechos, sobre los pensamientos, el de revisar con insistencia pasmosa todo aquello que te rodea, el de tener una justificación para no dormir, aunque mi insomnio fuese injustificable, porque siempre había algo en el fondo de todo que actuaba como motivo para revisar la metódica agenda de la locura imperante. Y si a menudo todo discurre por las fuentes ineluctables de una reflexión que persiste, tal vez se deba a ese libro, también. Por eso me rehúso a dar crédito a lo que se dice sobre un libro, porque podría ser otro Netochka Nezvanova, otro que no me planteaba leer, otro que parecía no prometer nada y que, en el curioso orden de las cosas, no necesitaba prometer para cumplir.
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