Un día pasé frente a la sucia esquina de una taberna en la avenida Quackenbos, lugar por el que no había pasado antes y el cual me atrajo de un modo raro.
Algún tipo de angustia interna me había sacado de mi casa y, ya en la calle, estuve vagando torpemente por las pocas calles que conocía; recorriendo el asfalto, el césped, los baldosines, hasta que sentía que me estaba desviando de mi camino y volvía a retomar una senda conocida. Me sorprendía en varias ocasiones tratando de recalcar el camino que debía seguir, me sorprendía porque yo nada conocía de aquella ciudad, y la excitación pasmosa de la exigencia me resultaba extraña. Así me descubrí en no pocas ocasiones, escudriñando el motivo de mi caminata mientras me decía internamente que faltaba poco para llegar.
Al cabo terminé en la avenida previamente mencionada, todavía con la sensación de no haber llegado a mi destino, poniendo esa sonrisa falsa y esa mirada llana que me causaban las mujeres mientras me acercaba a la esquina sucia de la taberna.
Me había llamado la atención su porte singular. Una mujer vestida así frente a un sitio como ese, no dudaba que fuera una puta, pero no lo parecía. O, convengamos, tal vez era una puta elegante, de esas que nunca podemos permitirnos pagar los miserables sin suerte como yo.
Quizá aquel día me sentía con suerte, no lo recuerdo. A veces, simplemente deseamos intentar hacer cosas aunque sabemos que nos van a salir mal, a veces somos medio masocas.
—¿Cuánto cobras? —Había llegado a su lado, puesto un pie en el bordillo de la acera y mi mirada vagó alrededor.
Luego el mundo fue un borrón fugaz de esa horrible sensación de ser humillado públicamente. Así terminé con un puntapié en la pantorrilla y gas pimienta haciendome perder la noción de varias cosas. Deseé largarme de inmediato, pero estaba en el suelo y veía tres manchas grandes a mi alrededor.
Eran tres tipos, lo supe por la posterior patada que recibí de lo que reconocí como una zapatilla deportiva. No sé, mi visión era limitada, la muy puta me había vaciado el gas pimienta en la cara. Recapitulando, creo que se molestó conmigo, y el hecho de que tenga tres guardaespaldas y esté en un sitio como éste me hacia plantearme varias preguntas. En primer lugar: ¿Por qué estaba yo allí precisamente en aquel momento y dije aquellas palabras?
Puedo ser tonto a veces. No fue sino hasta que me sentí arrastrado hacia una camioneta cuando reccioné. La superficie era rugosa, tras lo cual deduje que no estaba amoblada. Además, el olor punzante a marihuana me estaba mareando, y para mi era obvio que estaba en un problema gordo.
¿Han visto esa sensación de no estar entendiendo una situación y que de repente suceda algo inexplicable? Pues no sé cómo terminé en un depósito extraño y en medio de la más desconcertante oscuridad. Lo primero que sentí fue ese vacío y subidón de adrenalina cuando te arrojan hacia un lugar desconocido. Luego supe que mi cuerpo aún funcionaba a la perfección, cuando me golpeé contra el suelo y noté mi sangre correr formando un charco a mi alrededor. No lograba incorporarme, así estaba cuando entró alguien.
Oí el ruido de los tacones y luché por ver su rostro en la oscuridad—¿Qué me van a hacer?
—Hola. Mi nombre es Jeane. —Su tono era suave, rápido, algo burlesco.
—¿Qué me van a hacer? —Repetí.
—Tal vez nada. ¿Cuál es tu nombre? —Su mano tomó la mía mientras yo yacía en el suelo. Me encogí inmediatamente, observando con avidez en busca de algún destello de luz, alguna marca, alguna chispa de reconocimiento.
—Paulo. —Tragué saliva, apartando mi mano de la suya.
—¿Apellidos? ¿Tienes familia, Paulo? —Interrogó.
—Supongo que no tiene mucha experiencia en interrogatorios, señorita. Suponer que le respondería algo de eso... —Me burlé, sobrecogido y medio trastornado.
—Ah, pero usted sí que la tiene. ¿Cuánto cobra, Paulo? —Un presentimiento oscuro me invadió. Me sabía acosado por su mirada, escudriñado por toda ella. Palpé la sangre abundante en el suelo y traté de pensar.
—Era una pregunta lógica, ¿No lo cree? —Intenté sonar simpático. Mis extremidades temblaban, me había golpeado demasiado fuerte, mi oído y todo mi costado izquierdo dolían.
—Juzgar a las personas por los sitios que frecuentan suena lógico. Pero para actuar se debe tener mesura.
—¿Y? Ustedes, los que me trajeron aquí, no la han tenido. ¿Juzgué bien, no es así?
—Ojo por ojo, Paulo, el mundo es así. Ya que estuvo esperando problemas, había que dárselos.
—Gandhi habría dicho "y todo el mundo quedará ciego".
—Tal vez nos guste la ceguera, dejaríamos de ver con tan malos ojos. Además, Gandhi no iba a una taberna de mala muerte esperando encontrarse a una prostituta en la esquina, y sacar ojos es como una forma de arte.
—Todo esto es muy surrealista, ¿sabe? —Mi dedo formaba círculos con la sangre, que empezaba a espesarse. —Yo no quería ir allí, en primer lugar. Aparte, si no me esperara que un tipo que sale corriendo de una tienda fuera un ladrón, ¿qué sentido tendría correr para alcanzarlo?
—Podría no correr, simplemente. No es usted muy correcto, Paulo, no me está cayendo bien.
—Aún creo que es una maldita prostituta, no me importa si le caigo bien. Estoy intentando comprender qué hago aquí.
—¿Qué cree que hace aquí?
—Aguardar mi muerte.
La luz se encendió, las paredes se iluminaron y la luz mostró una habitación hecha de ladrillos, sin techo. El piso era de cemento y no había nada alrededor, sólo la mujer de tacones rojos y un gabán de piel que la cubría desde el muslo hasta los hombros, sosteniendo un arma.
—No debe suponerle una sorpresa, pero acertó. —Y no reconocí más que el destello de saberse perdido irremediablemente.
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